Queridos
hermanos y hermanas:
En la Semana Santa vamos a celebrar
los misterios que constituyen el centro y el corazón de nuestra fe: la muerte y
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia
nos invita a vivir con Jesús la su entrada en Jerusalén, la última Cena con sus discípulos, el prendimiento en el Huerto
de los Olivos, los amargos dolores de la flagelación y de la coronación de
espinas, la subida al Calvario, la soledad y la muerte en cruz y, sobre todo,
la alegría luminosa de la resurrección. Son estos los acontecimientos que las
procesiones escenifican de una manera tan bella y emotiva en nuestras calles y
plazas. Son los acontecimientos que la liturgia actualiza sacramentalmente en
los templos.
Por eso,
como enseña el concilio Vaticano II, “la liturgia es la acción sagrada por excelencia,
cuya eficacia no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (S.C.7). Una recta
formación ayudará a que no nos quedemos en la cáscara, olvidando el contenido. Los
misterios que celebramos no son, pues, sólo una manifestación
folclórico-cultural admirable de algo que pasó. Son, sobre todo, la
actualización del misterio de nuestra salvación, acaecido de una vez para
siempre y actualizado en la liturgia, para que nos alcance en nuestro hoy su
gracia salvadora.
La Semana
Santa demanda de nosotros no sólo una implicación externa o de mera curiosidad,
como los que se limitaron a ver pasar a Jesús por la Vía Dolorosa o como los
que asistieron indiferentes al espectáculo del Calvario. Asistamos, mejor, como
las mujeres que lloraban al paso de Jesús o como la Verónica de la tradición
que limpió su rostro ensangrentado. Vivamos con hondura suprema la pasión del
Jesús como María, como el discípulo Juan, como las santas mujeres que siguieron
a Jesús y a su Madre hasta la cima del Calvario y permanecieron valientemente
en pie junto a la Cruz Que ellos nos sirvan de estímulo para vivir una
inmersión intensa, cálida y comprometida en los misterios de la Pasión, Muerte
y Resurrección del Señor. El profeta Isaías nos da una clave del drama de la
Pasión: “
Fue
traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes... su
cicatrices nos curaron
” (cf.
Is.52,4-11). Pero la clave fundamental nos la da el evangelista San Juan: “Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que no perezca ninguno” (Jn.3,16)
.
Contemplemos
sin prisas la cruz del Señor. En su raíz está el amor infinito de nuestro Dios
frente al pecado del mundo, que tiene nombres y apellidos: mis pecados y vuestros
pecados, los pecados de todas las generaciones que nos han precedido y los de
todas aquellas que nos sucederán.
¡Feliz culpa
que nos mereció tan gran Redentor!” proclama el pregón pascual. ¡La gracia
brilla en medio de la desgracia!
† Ciriaco
Benavente Mateos
Obispo de
Albacete