Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma 2021, 12.02.2021
Publicamos a continuación el Mensaje del Santo Padre Francisco para la Cuaresma de 2021 cuyo tema es «Mirad, estamos subiendo a Jerusalén...» (Mt 20,18).Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.
Mensaje del Santo Padre
«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén...» (Mt 20,18).
Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.
Queridos hermanos y hermanas:
Cuando Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y
resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les revela el
sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para la
salvación del mundo.
Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las
celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios
que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de
Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como
hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin
embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino
cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los
sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a
Cristo.
El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.
La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.
En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo
significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la
Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una
construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas,
superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos
comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza
de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de
ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra
humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos— que lleva a la
plenitud de la Vida.
El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo
viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de
Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y
semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de
una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y
“acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y
puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en
cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento
que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo
(cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).
La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn
14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que
estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas—
y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a
Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de
verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.
La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino
La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn
4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua material,
mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en
abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza
que no defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la
esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt
20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha
abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer
que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e
injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa saciarnos
del perdón del Padre en su Corazón abierto.
En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en
el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer
una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para
volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de
su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos (cf. Carta
enc. Laudato si’, 32-33;43-44). Es esperanza en la
reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos
que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón,
en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de
conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al
haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un
diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se
encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y
gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad.
En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que
reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de
«palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian»
(Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar
esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado
sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una
sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un
espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).
En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la
esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y
las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en
oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.
Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap
21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida
en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para
dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra
esperanza” (cf. 1 P 3,15).
La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando
atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de
nuestra fe y nuestra esperanza.
La caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este
motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar,
despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del
corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo
de la cooperación y de la comunión.
«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización
del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con
su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un
sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de
desarrollo para todos» (FT, 183).
La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a
este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro
de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo
compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una
reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de
la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.
Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se
encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa
de la pandemia de COVID-19. En un contexto tan incierto sobre el futuro,
recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he
redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.
«Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad,
que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son
descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo
propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la
sociedad» (FT, 187).
Queridos hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para
creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de
conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a
reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene
de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el
amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.
Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón
de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición
de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.
Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.
Francisco